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Mentiras

Marzo, 2017.- Tiempo atrás, descubrí a mi hija en un rincón haciendo algo que no debía, a escondidas. Cuando le pregunté sobre ello, me respondió con una mentira.

“Mentirosa” pudo haber sido, fácilmente, mi segundo nombre años atrás. Mentía como un deporte.  No había pregunta a la que respondiera con verdad: cambiaba mi edad, mi nombre, dónde vivía, cuánto dinero ganaba, quienes eran mis padres, qué había hecho el fin de semana, etcétera. Tenía una mentira preparada para casi todo, pero no sabía por qué, pues aunque lo hacía permanentemente, no lo disfrutaba y durante mi infancia sufría de terror al pensar que me pudiesen descubrir mintiendo, pues conllevaría un castigo feroz. Por eso, mis mentiras se hacían cada vez más sofisticadas. Así, alcancé mi adultez y simplemente no podía parar. Resolví que había algo malo en mí, tal como me decían, y seguí mintiendo porque esa era yo: una persona enferma, pero enferma de mentirosa.

Hasta que un día le mentí a un muchacho, de quien era muy buena amiga, en relación a aspectos importantes de mi familia. Le mentí porque pensé que, en algún momento, ya no le vería más. Por el contrario, resultamos convirtiéndonos en pareja. Desde luego él comenzaría a ir a mi casa y se daría cuenta del problema. Entonces, en vez de esperar a ser descubierta, resolví enfrentar mi error y decir la verdad. “Te mentí en esto y esto otro”, asumía que ese sería el fin de nuestra relación, pues mentir me había convertido en  una persona indeseada, no respetada ni aceptada, al menos eso sentía hasta ese momento, de parte de todos. Sin embargo, él me miró y me dijo: “¿A qué le tenías miedo, que me dijiste esto otro?” “No lo sé, sólo pensé que gustarías menos de mí, si decía la verdad”, respondí y él me abrazó diciendo: “Todo está bien, no te preocupes”.

Desde aquel momento, comencé a trabajar en mis mentiras y descubrí que nunca hubo algo malo en mí; no había nacido mentirosa sino, muy por el contrario, recordé que cuando era más pequeña respondía con la verdad a todo, pero esas verdades me habían traído tristes consecuencias. Dentro de esos recuerdos, rememoré lo siguiente: un día mi abuelo me encontró llorando y me preguntó qué ocurría. Respondí que lloraba porque mi tía favorita había prometido llevarme en su viaje de luna de miel  y no lo había hecho.  Entonces mi abuelo se enfureció y me golpeó con su cinturón, mientras me decía: “Ahora tienes razón para llorar”. Lo interesante es que mi tía verdaderamente había prometido llevarme. No obstante, su mentira no había sido reprobada siquiera, como si mentirle a un niño estuviese bien. De esta manera en mi cabeza se grabó un mensaje erróneo: “Mentir está bien, decir la verdad no”. A la situación relatada se sumaron incontables más y todas me llevaban a lo mismo: decir la verdad duele, mentir no. Si lograba mentir y no ser descubierta, al menos me salvaba de algunos golpes. Así es cómo elegí la mentira por sobre la verdad; no porque hubiese algo malo en mí, sino por instinto de supervivencia.

Debido a esto, cuando mi pequeña hija respondió con una mentira a mi pregunta, recordé que uno no nace mintiendo; son ciertos factores lo que se conjugan para que uno comience a hacerlo y el principal de ellos es el miedo. Me detuve a mirar sus ojos brillantes e inocentes y, en vez de enojarme o castigarla,  comenzamos a trabajar juntas en explicarle mejor las razones detrás de mis peticiones para que a ella le hicieran sentido. Trabajamos en la recuperación de su confianza en mí, pues en ese momento noté que algo de miedo había sembrado en ella. Y trabajamos, también, en que yo sería más comprensiva con su proceso de aprendizaje, pues todo cambio toma práctica, ya sea en niños o adultos.

 Por eso, aquel día en que la descubrí mintiendo, en vez de enojarme y castigarla, la abracé, le dije “Te amo” y le pedí perdón.

 

                                                    Jessica Carrasco Carrasco  

@Jessica Carrasco

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