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Estandarte

En qué pensaba al momento de amontonar sus cosas y atarlas con la cuerda desde la que su propia existencia colgaría a contar de ese mismo momento hasta el fin de sus días? No lo sé. Y a decir verdad, no creo que ella lo supiera tampoco, más bien la imagino con la mente nublada, confundida, atolondrada y malherida por la vida miserable que le había tocado vivir hasta ese entonces. La imagino juntando a tientas sus escasas y viejas prendas en una noche cualquiera y echándose a volar a la deriva; siempre con la idea de que con alguien, en algún momento en alguna parte de todos esos caminos que aún no recorría, encontraría los vestigio de ese algo, que aun a sus veintitrés años, no conocía.
Y es que ella, como cualquiera nosotros, también lo había merecido todo. Había merecido ese paraíso del que tanto había escuchado hablar en la iglesia, en donde rompía sus rodillas a diario suplicando por una guía que nunca llegaría. Había merecido todo y tan poco había tenido, que hasta el mismo olvido era quien más la recordaba, y eran las burlas de las gentes que la circundaban, la canción que ella más a menudo escuchaba.
Había merecido compasión, respeto, ser tomada en serio, sentir los brazos amantes de sus padres, sentirse acompañada, comprendida, aceptada y bien, pero bien amada. 
Había merecido también una oreja gigante que fuese tan solo para ella, para contarle todas sus aflicciones, que eran, a sus cortos años, sincera y descabelladamente, demasiadas. 
Tantas eran, que aún la veo caminando por todas las casas que habito como un alma en pena; con su escaso pellejo pegado a esos frágiles huesos, que sin el calcio de la leche de su madre, se le habían formado quebradizos y adoloridos. Con esa larga cabellera que llevaba atadas a su espalda, como lo ordenara la sagrada escritura. Con sus manos blancas, que se volvían moradas por el frío de la mañana. Con su pecho plano y vacío de aquella leche que se le había secado demasiado temprano.
Tantas eran, que aún la escucho llorar por los rincones pidiendo perdón por existir, por ser mujer, por haber traído hijos al mundo sin permiso y sin firmar ningún documento.
Entonces hoy me digo, con nada de lo merecido y con toda esta miseria a cuesta, qué más a cuestas podría ella haber cargado?
Ella no podía ya con su propia existencia, mucho menos con la mía a su lado.
Así que a oscuras y a tientas, con el aire comprimido en sus pulmones ya llenos de desesperanzas, tomó sus cuatro viejas prendas, que incluían aquella falda café de cotelé que yo bien le conocía, porque había anhelado desde siempre sentarme en ella cuando la llevaba encima; un cepillo de pelo con los dientes quebrados y esos paños manchados que usaba cuando le llegaba la menstruación. Y así, con tan solo eso, se fue para siempre. 
Lo que al hacerlo ella no comprendió, es que en esa maleta casi vacía, ella llevaba lo más importante que tenía, que eran su figura, su mirada y el color de su rostro pálido que yo tanto amaba.
Hoy solo puedo imaginar lo que en esos momentos sintió, cuantos fantasmas se le metieron en el equipaje cuando se marchó. Fantasmas que no la dejaron entender, crecer y disfrutar, de lo que fuese que luego le tocó.
Porque decidió marcharse en secreto y sin ninguna explicación, marcharse como un ladrón, sin que nadie lo notara, al menos sin que lo notara yo, quien desde ese mismo día despertó respirando el aire más denso que alguna vez hubiese soplado sobre la faz de la tierra. Con el miedo más salvaje que pudiese alguien alguna vez sentir cuando enfrenta la fiereza de una vida entera sin protección. Y con las manos más vacías que jamás hubiese siquiera soñado que existían.
Tan vacías, que ninguna promesa de futura belleza compensaría el infierno que comencé a vivir sin ostentar su fría, ciega, sorda y muda compañía. 
Y es que, qué más puede anhelar un infante que la compañía de su madre, sea cual sea el estandarte que esta cargue?
Sinceramente su amor era mi mayor anhelo, honestamente resentí por siglos enteros su desaparición, al mismo tiempo que el tiempo, tan crudo como compasivo, trajo consigo la explicación y la expiación tan necesitada para aliviar el dolor, al menos el mío, porque el de ella, lo siento tan vivo como siempre, más que siempre.

Jessica Carrasco Carrasco

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