Enero, 2017.- Mi hija y yo visitamos regularmente una tienda, cuya amable y gentil dueña ya se ha ganado el afecto de mi pequeña. Por ello, siempre que la ve, corre a abrazarla. Un día apareció la madre de la dueña, una mujer menuda y muy agradable, a quien, hasta ese día, no habíamos conocido. La dueña nos presentó, la señora me dio la mano para saludarme y, al ver a mi hija, le dijo: “Que niña tan linda”. La tomó, la abrazó y la besó en la cara. Mi hija se quejó y se retorció en los brazos de la señora, para luego escapar a otra sección de la tienda, sin regresar.
La mejor forma de describir esta situación es con la palabra “incomodidad”. Ambas mujeres (madre e hija) la miraron con esa mirada inquisidora, la cual guarda el prejuicio de hacerle a uno sentir que tiene una hija maleducada. “¿Qué pasó?” fue la pregunta que siguió a esa mirada, la que ahora iba dirigida hacia mí. “Bueno, a ella no le gusta que la abracen de improviso”, respondí. “Pero si yo la abrazo todo el tiempo”, me dijo la dueña del lugar. “Si, pero ella abraza cuando conoce a las personas, cuando se siente segura”, agregué. “¡Pero es mi mamá!”, me insistió. “Entiendo que esto no se siente bien, pero ella no conocía a tu mamá hasta ahora. Esto no es personal. Es parte de su derecho a elegir quién le abraza y cuándo”, aclaré. “Está bien. No la volveré a abrazar”, dijo la madre de la dueña y allí nos quedamos las tres, como colgando de una pendiente, sin saber qué más decir o hacer.
Está situación me recordó la innumerable cantidad de veces que en mi infancia fui obligada a abrazar a tíos, primos, vecinos, amigos de la familia, etcétera, sin que yo sintiera las más mínimas ganas de hacerlo. El abrazo generalmente venía acompañado de besos pegoteados que se le quedaban a uno plasmados en las mejillas por horas. ¡Si hasta uno podía sentirlo! ¡Cuántas veces me tuve que limpiar la mejilla de salivas ajenas! Sin embargo, decirle que no al abrazo incómodo, apretado y no deseado de otro adulto era impensable… ¿Por qué? Porque mamá, papá o los criadores se enojaban; ellos consideraban que rechazar el ser abrazado, pese a nuestros deseos, era sinónimo de mala educación.
Si entendemos que una de las aristas del significado de la palabra educación se refiere a “cortesía” y entendemos por cortesía a “demostración o acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto que tiene alguien a otra persona”, podemos también comprender que forzar a otra persona a ser abrazada es justamente lo contrario a educación. El problema radica en no ver a nuestros niños como personas con tantos derechos como nosotros y asumir que subyugarse a los deseos de otros es su obligación. En mi caso particular, la consecuencia que tuvo esto fue que, en la ausencia de mis cuidadores, permití a ciertos adultos, con graves problemas psicológicos, abrazarme y besarme cayendo en el abuso sexual. Claro está que no es la experiencia de todos, pero el riesgo de ser usados y abusados se incrementa al sentir la obligación de aceptar que nos hagan lo que no queremos por miedo a no ser queridos.
Por ello, muy lejos de molestarme con mi hija, le di todo mi apoyo. Le ofrecí también herramientas para que, en vez de salir corriendo, pudiese ser más clara, diciéndole a la contraparte que ella no gusta de ser abrazada por extraños y ambas estuvimos de acuerdo.
Meses más tarde, luego de seguir visitando la tienda en reiteradas oportunidades y sin que la señora en cuestión intentara abrazar a mi hija nuevamente sino que, muy por el contrario, mostrando serio respeto por ello y más aún, siendo muy amable con mi pequeña, nos anunció que se iría de viaje por unos meses. El día de su partida le pedí a mi hija que me acompañara a despedirla. Al verla, le di un fuerte abrazo y le desee lo mejor. Luego, ella miró a mi hija y con palabras suaves se despidió. Mi hija corrió hacia ella y la abrazó.
Jessica Carrasco Carrasco